Víctor Hugo Viscarra fue un escritor boliviano, nacido en La Paz, el 2 de enero de 1958. Su obra literaria refleja una vida dentro de la marginación, el alcoholismo, las drogas y el crimen. Contó sus vivencias a través de los libros: “Coba. Lenguaje secreto del hampa boliviano” (1981), “Relatos de Víctor Hugo” (1996), “Alcoholatum y otros drinks” (2001), “Borracho estaba pero me acuerdo” (2003) y “Avisos necrológicos” (2005). Falleció a causa de una cirrosis avanzada el 24 de mayo de 2006, a los 49 años. De su libro “Alcoholatum y otros drinks” publicamos este texto, su “Testamento”.
Testamento
Ante la proximidad del momento en que yo deberé marchar en pos de horizontes más halagüeños y promisorios, y como dicen que es menester y obligatorio dejar a quienes se quedan con lo que no podremos cargar hasta nuestra fosa, me he visto obligado a redactar una especie de testamento donde haré constar, cláusula por cláusula, la manera en que mis “bienes” –es mi voluntad– deben ser distribuidos, cosa que, después de muerto, no hayan quejas, peleas, litigios o desavenencias que puedan enturbiar mi paso de este mundo al otro. Para expresarlo mejor, ya que en vida nunca me dejaron en paz –y conste que yo soy paceño–, quiero que al menos en muerto me dejen morir tranquilo.
Y a todo esto, cuando uno se va para no retornar, ¿por qué siempre tiene que dejar constancia de sus bienes? ¿Será para apantallar a los demás demostrando lo que uno tiene y los otros no? ¿Acaso es un formulismo que hay que llenar para acceder al Purgatorio?
Recuerdo los casos de aquellos carnales míos que, viviendo en paupérrimas condiciones y privándose aún de lo necesario, una vez difuntos hicieron conocer a los moros y a los que no lo son, que eran poseedores de ingentes fortunas que fueron aprovechadas por las primeras aves de rapiña que llegaron hasta esos botines.
Demás estaría el agregar que ellos fueron enterrados en fosas comunes y hoy tan sólo viven en el estómago de los gusanos que los devoraron, aunque ellos fueron más huesos que carne por las innumerables dietas forzadas a las que voluntariamente se sometían.
Hace mucho tiempo –según cuentan las crónicas– un avaro de esos, consciente del peligro que corría su fortuna ante la proximidad de su deceso, recibió el consejo de que, antes de morir, se la comiese o se la bebiese. Y él, ni cojo ni manco, hizo caso y, claro está, murió porque los billetes ingeridos le causaron tal congestión estomacal que su agonía, dicen, fue terrible.
Es por eso que, cuando aún me quedan fuerzas para redactar la repartija de mis bienes, los entregaré de acuerdo a las necesidades de mis herederos y las posibilidades mías. Empecemos.
Todos mis libros, absolutamente todos, los dono a la Biblioteca de Alejandría, puesto como los he perdido irremediablemente, presumo que a ese lugar han ido a parar.
Aquellos libros que presté y no me los devolvieron, ¡ojalá! les sirva de mucho a los que, sufriendo de amnesia, no recordaron que dichos textos tuvieron un dueño original y si en un principio me sirvieron como guías y educadores, tengo la remota esperanza de que a ellos, a esos ex amigos, los saque del estado de analfabetismo ancestral en el que yacen.
Los textos que me fueron robados, ignoro a qué manos han ido a parar, quedan en calidad de perdidos, porque, ya que no pude hacer nada para retenerlos, menos puedo hacer para recuperarlos.
Mis pensamientos los cedo a la humanidad entera, no para que los aprovechen sino para que aprendan cómo en el más completo estado de abandono, un ser humano puede cultivarse y educarse sin pasar por institutos, universidades, simposios, congresos, postgrados, maestrías y demás tucuymas.
Todas mis deudas se las dejo generosamente a mis acreedores, porque sabiendo que yo vine al mundo sin traer nada ¿cómo voy a tener algo para pagar deudas a otarios y prestamistas? Ya lo decía mi ex amigo Ojo de Vidrio: “El deber es de caballeros y el cobrar es de cholos”.
Además, ¿por qué tendría que pagar algo si no recuerdo haber recibido préstamo alguno? Lo que sí sé es que cada obrero es digno de su salario. Por lo tanto, lo único que hice fue cobrarme las lecciones que les di, pues, desasnándolos, los culturicé un poco (digo “un poco”, porque tampoco puedo hacer milagros volviéndolos genios en dos patadas y un t’ajlle) y ese tipo de vocación de servicio no tiene precio conocido.
Las pocas ropas que poseo son sólo para mí, porque si las cedo a alguien, ¿con qué voy a cubrir mis desnudeces? Tuve mucha ropa y gran parte la he obsequiado. Otras las presté y no me las han devuelto. Las más fueron “nacionalizadas” apenas yo abandonaba aquellos refugios espontáneos donde, en las noches y en los días, iba a reposar mi cansancio. Si bien en muchas oportunidades yo me jactaba de poseer buenas colecciones de prendas de vestir, también existen fechas como la presente, cuando las madrugadas me sorprenden vistiendo tan sólo una muda de ropa.
Por eso es que determino que mis pobres harapos los dejen conmigo. Que no se los lleven, que me permitan conservarlos. Aunque, claro está, si a alguna persona les son de utilidad todavía, se las entreguen, que yo, solidario como el viento que sopla por igual a los mortales, animales y minerales, creeré haber encontrado en ese viento generoso, el abrigo que cubra mis partes púberes y caliente mis anquilosadas extremidades.
A los que se jactaban y se jactan todavía de ser mis enemigos, les dejo mi perdón, con la certeza de que jamás tomé en cuenta sus malevolencias. Siempre supe que es mejor no vivir amargado colocando una venda de indiferencia a los ultrajes recibidos, perdonar agravios e injurias para reconciliarse con Dios y con el diablo y, por ende, con la propia naturaleza.
Mi pobre corazón, hecho pomada desde los tiempos en que éramos ingenuos y cándidos y con el que recorrimos los caminos de la frustración y el desengaño, lo dejo a todas aquellas personitas que se divirtieron hasta el cansancio con sus artimañas y juegos sentimentales. A esas personitas que supieron poner en práctica sus ardides y mañas femeninas, lastimando a su gusto mis pálidos estertores personales, para dejarme llorando mi desconsuelo en cantinas y chicherías, donde estúpidamente yo moría ahogado en ingentes cantidades de licor, resucitando en medio de mi tragedia y volviendo a morir, mientras ellas, felices y contentas.
Sólo a ellas les pertenecen los guiñapos de mi devaluado corazón, los restos que quedaron de mi compañero de caminos y amaneceres. Si ellas, que fueron, son y serán siempre para mí las criaturas más bellas que poblaron la tierra, desean guardar leve memoria del único ser que las ha adorado como a diosas, desde donde yo esté, siempre irá para ellas una oración de agradecimiento porque, con sus besos, sus mimos y sus desdenes, sus burlas y sus palabras melodiosas, lograron darme el aliento y fuerzas necesarias para que yo persista en ese camino pedregoso de pretender ser amado, sin reconocer que amar era algo que yo nunca había aprendido.
Víctor Hugo Viscarra, “Alcoholatum y otros drinks”.
Notas:
– otario: Persona tonta, necia o ingenua.
– cholo: Mestizo que viste sombrero negro de ala ancha, camisa y chaleco.
– tajlle: Golpe fuerte dado con la mano abierta.
– tucuymas: (Del quech. tukuy ima, de todo). Se usa al final de una enumeración.