Hablemos de cine II

Nuestro compañero de aventuras cinematográficas de los días viernes por la noche, Sergio Polacino, quien conjuntamente con Dante son los responsables de la programación del Cineclub Didasko nos hizo llegar el artículo que sigue, que es obra de Margerite Durás, datado allá por 1980, bajo el singular título de El Espectador. Creemos que vale la pena incarle el diente.

 

Habría que intentar hablar del espectador, del primer espectador. El que llaman infantil, el que acude al cine para divertirse, a pasarla bien. Y no va más allá. Éste es el espectador que hace el cine antiguo. Es el más educado de todos los espectadores. Fue a él, por cierto, a quien en su juventud le enseñaron que la función del cine era distraer, que se iba a ver una película para olvidarse de otras cosas. Cuando este espectador entra en una sala, es para huir del exterior, de la calle, de la muchedumbre, escapar de sí mismo, sumergirse en otro mundo, el del filme, perder el yo que se dedica al trabajo, los estudios, la pareja, las relaciones, el de la repetición cotidiana. No pasó de ahí desde la infancia, y ahí permanece, en la infancia cinematográfica. Quizá sea en ese lugar, en la sala de proyección, donde este espectador encuentra su verdadera soledad, la cual consiste en apartarse de sí mismo. Cuando se entrega al cine, la película cuida de él, dispone de él, hace de él lo que quiere. En ese momento, el espectador vuelve a encontrarse descargado de responsabilidad, como un niño durante el sueño y el juego. Este espectador es a la vez el más numeroso, el más joven y el más irreductible en todos los países del mundo. Tiene la inmutabilidad de la niñez. Eso, en todas partes. Quiere conservar su viejo juguete, su viejo cine, su fortaleza vacía. Lo conserva. Este espectador es el del montón, el de esa mayoría incambiada e incambiable desde siempre, la de las guerras y de los votos de derechas, la que atraviesa la historia de la que es objeto, que no sabe nada. Actúa igual con el cine. Mudo, neutro, no comenta, no juzga la obra que ve. Simplemente va a verla o no va.

Este espectador representa más o menos toda la población artesana y obrera, pero también pertenecen a este tipo muchos científicos, muchos técnicos, muchas personas que tienen un trabajo especializado de gran importancia. Los científicos son mayoritarios: la población tecnológica, los matemáticos, todos los ejecutivos, toda la construcción. Desde los albañiles, los ingenieros, los fontaneros y los capataces hasta los promotores «La juventud del trabajo» dicen nuestros gobernantes. «La población trabajadora» dicen los otros. Los que han estudiado y los que no tienen estudios se encuentran igualados en el mismo cine. Los que cursaron medicina, física, artes cinematográficas, los que sólo aprendieron ciencias, los que no hicieron jamás nada al margen de sus estudios, ninguna cosa para variar, se encuentran con los que poseen títulos técnicos o ningún estudio. A esta gente hay que añadir toda una crítica, la mayoría de la crítica, la que aprueba la elección del primer espectador, la que sanciona las películas personales y defiende el cine de acción adaptado a todos, y siente por el cine de autor un odio tal que no podemos dejar de ver en él una ira escondida, cuyo origen no es el que se aduce. Según toda esa gente, se va al cine a fin de volver a encontrar el truco para reír o asustar, el truco para pasar el tiempo, la perduración del juego infantil, la violencia de las guerras, matanzas, contiendas, la virilidad bajo todas sus formas, la virilidad de los padres, de las madres, en todos los aspectos, las carcajadas de antaño a costa de las mujeres, las crueldades y las intimidades de alcobas. Las únicas tragedias, aquí, son amorosas o de rivalidad de poder. Todas las películas que va a ver este espectador son paralelas, van siempre hacia la misma dirección; se espera de ellas idéntico desarrollo, el mismo desenlace. Cuando este espectador deja una película antes del final, es que le ha pedido un esfuerzo de reajuste, un esfuerzo adulto para acceder a su exigencia. Porque lo que pretendía no era ver sino volver a ver cine.

Este espectador, se halla separado de nosotros, de mí. Sé que no llegaré jamás a él, ni pretendo llegar. Sé quién es. Sé que nadie puede cambiarlo, que es inalcanzable. Somos inalcanzables. Estamos frente a frente, en una separación definitiva. No hará jamás, por sí solo, la cifra entera de la población. Siempre estaremos ahí, al margen, nosotros, los autores de escritos, los autores de libros, de cine. A este espectador, no sabemos ponerle un nombre, llamarlo de un modo. No le llamamos. Da igual. Lo de menos es el nombre que se le ponga. Da lo mismo. Lo que pasa es que, en la ciudad, en la masa de la ciudad somos dos; estoy yo, hacia quien él no vendrá nunca; está él, hacia quien yo no iré. Nuestro derecho equivale rigurosamente al suyo, mi derecho equivale al suyo. Estamos igualados. Sí. Nuestro derecho de supervivencia en la ciudad es equivalente. Soy menos numerosa que él, pero tan inevitable e irreductible como él es. A medida que el tiempo vaya pasando, decenios y decenios, ¿acabará por entender que no es el único? No lo creo. No veo cómo, formado como está, desde la niñez, por toda la ideología imperante, oficial o paraoficial, podría escapar de la trampa de su propio reinado. Hace funcionar la ciudad. Nosotros no hacemos funcionar nada, simplemente nos encontramos en la ciudad al mismo tiempo que él.

Estos espectadores hablan de sí mismos diciendo «nosotros», «nosotros los obreros». Yo, en cambio, hablo por mí mismo: «yo, la que hace cine, difícil o no, cine» Manifiesto lo que veo que ocurre entre él y yo. Lo que digo del espectador, en este momento, es lo que pienso de nuestro encuentro. No puedo comprometerme en un juicio que se jacte de representar la generalidad de la opinión. Todavía no sé como se podría hablar de este primer espectador desde el punto de vista de la teoría o de la crítica. Ocupa un lugar que aparece como irreal, abandonado, muerto, matado por la desbandada, la huída de la persona. Sí, una especie de lugar inmoral. Sólo se puede hablar de él en nombre de todos, desde un lugar igualmente inmoral.

Tengo más o menos entre quince y cuarenta mil espectadores. Esta cifra es la de mi novela Le ravissement de Lol V. Stein en Collection Blanche. Es mucho. El mismo título en edición de bolsillo debe de estar en sesenta mil; pero el número de los lectores será el mismo: de treinta a cuarenta mil. Muchos guardan el libro y no consiguen leerlo, no hacen el esfuerzo de adentrarse en él. Como en el cine. Digo que es una cifra importante. Son cifras importantes tanto para un libro como para una película. Hay que admitirlo. Los cineastas profesionales cuentan a los espectadores en términos de kilogramos. Intuyo que los jóvenes cineastas no se perdonan no superar esa cifra de treinta mil personas. Se teme que sean capaces de hacer cualquier cosa para alcanzar los trescientos mil espectadores, la cifra que pierde, que les perdería. Que se hundan, juntos, los cineastas y los espectadores primeros. Estamos separados. ¿Qué significaría, para nosotros, ganarles? Nada. Ganarles en nada, ya que lo que haríamos no tendría razón de ser en lo que a nosotros respecta. ¿En qué términos dirigirnos a ellos? Desconocemos su lenguaje y ellos ignoran el nuestro. Esta diferencia entre ellos y nosotros se asemeja a los grandes desiertos de la historia. Entre ellos y nosotros hay la historia, las pestes de la historia política, sus lentas recaídas. Sí, de eso se trata, de este desierto, de aquellos lugares irremediables de la repetición secular, la de la misma tentativa de verse, de oírse. Aquí todo es vanidad e inanidad.

Jamás se puede obligar a un niño a leer. El niño a quien castigan por leer tebeos quizá deje de leerlos; pero por obligación, no acudirá jamás a otras lecturas. Y si se le adoctrina, el resultado es el peor de todos. En la Alemania hitleriana, en la Rusia soviética, sólo hay películas dogmáticas. El resultado obtenido no puede ser más lamentable. Basta observar el resultado de la obediencia incondicional de las tropas y del personal del PCF, la nivelación de la inteligencia, el desplazamiento horrible de la persona hacia su cadáver. Eso dio origen a los jóvenes catequizados nazis o soviéticos, los jóvenes soldados de Praga y de Kabul. Nunca se podrá hacer ver a alguien lo que no vio él mismo, descubrir lo que no descubrió por sí solo. Jamás, sin dañar su vista, sea cual sea el uso que haga de ella. A este espectador, creo que hay que abandonarlo a sí mismo; si ha de cambiar, cambiará, como todo el mundo, de golpe o lentamente, a partir de una frase escuchada por la calle, de un amor, de una lectura, de un encuentro, pero solo. En un enfrentamiento solitario con el cambio.

 

El Espectador fue publicado en el número de junio de 1980 de Cahiers du Cinéma, dedicado a Marguerite Duras y coordinado por Serge Daney. Hay traducción al castellano, de Chantal Delmas, en Los ojos verdes, Ed. Plaza Janés, Barcelona, 1990.

 

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