Freilassen (El día que secuestraron a Borges)

“And en forthedon na” dice la inscripción en la lápida de la tumba de Jorge Luis Borges. Fragmento de “La balada de Maldon” poema épico del siglo X. Dicha inscripción significa: “Y que no temieran”.

Cuando escuché que había que secuestrar a Borges, me ofrecí inmediatamente. Yo, Elyes Mossen, El Turco, admiraba al viejo. Había leído toda su obra, fui su alumno en la Facultad de Letras, y me había dedicado, bajo su influencia, al estudio de las sagas escandinavas medievales: La balada de Maldon, Volsunga Saga y la mismísima Crónica Anglosajona. Recuerdo que, al tomar lista (el viejo entonces veía poco, pero veía: su enfermedad se acentuó con los años), me dijo: “Su apellido es árabe, del Norte de África, alumno Mossen. Descendiente de aquellos que los argentinos llamamos “turcos” -ironizó-. Y agregó: “Aunque yo preferiría que me llamaran árabe”.
Luego caí preso por participar de una revuelta estudiantil y mis captores me dieron a elegir entre morir torturado o colaborar con ellos.
Elegí lo segundo. Desde entonces, fui uno más de la manada de hienas.
Mi jefe me dijo:
– Mirá que es un trabajo delicado. Hay que tratarlo como a un duque; si se lastima vamos a tener flor de problema ¿eh?
Como única respuesta le conté mi pasado de estudiante de Letras donde lo había tenido como profesor de Literatura Inglesa y Norteamericana, cátedra a la que él orientaba hacia los escandinavos.
Elegí al Oso y al Gitano. Buena gente. El Oso era un militar infiltrado en las columnas guerrilleras desde hacía diez años, lo descubrieron y siguió trabajando en los secuestros callejeros. El Gitano, una bestia. Tenía que hacer la letra O con un vaso, pero buena gente. Sólo recibía órdenes: no sabía hacer nada si no le decían qué.
El plan era éste: con el viejo, secuestrado mediante el engaño de llevarlo a un programa de televisión, acusaríamos a la guerrilla. Cuando todo el mundo estuviera en el clímax de la indignación, lo soltaríamos adjudicando la liberación al heroico esfuerzo de las fuerzas de seguridad que arrebataron al afamado escritor de las garras de los enemigos de la patria.
Lo llamé por teléfono y me atendió con su voz disfónica y cansina. Le dije que éramos de una audición cultural especializada en literatura donde le haríamos algunas preguntas sobre su obra. Me dijo que sí.
Sabíamos que, cada día, María Kodama salía a las diez para hacer tratativas con las editoriales. Y que volvía a las 13. Teníamos ese tiempo para la operación.
A las 10 y media estábamos allí. Tocamos timbre y vimos bajar al Maestro, al autor de Ficciones, de El informe de Brodie, de Historia Universal de la Infamia. Un estremecimiento me recorrrió por entero al ver su bastón aparecer a través de los cristales de entrada, primero, y de la antigua puerta de hierro después, con su traje gris a rayas blancas, su mano temblorosa, la cara de Borges.
– Maestro…- le dije, casi sin poder articular otra palabra. Y, para que se cumplieran ciertos escritos, le di un beso.
El Oso y el Gitano oficiaban de guardia imperial. Nadie sacó la espada y nada hizo sospechar que eso era un secuestro.

María llegó exactamente a las 13 a la casa de la calle Maipú casi esquina Florida, donde Borges había vivido siempre. Traía, bajo su brazo, la carpeta con los derechos de autor, copia de la firma de editoriales, el permiso para nuevas traducciones.
Cuando iba a cerrar la puerta, la vecina del negocio de enfrente se cruzó para decirle que Borges había salido con tres personas.
María se estremeció.
– ¿Cómo eran los hombres?
– Estaban muy bien vestidos, eran muy amables con él, se tomaron todo el tiempo hasta que el señor subió. Parecían de una embajada.
María empezó a temblar, dejó a la vecina, supo todo en un instante: esa mañana había salido en los diaros una solcitada donde Jorge Luis Borges pedía por los bebés nacidos en cautiverio. Supo, también, que el secuestro era un mensaje para ella, pues Borges nunca lo hubiera firmado si no hubiese sido por su influencia.
Mientras tanto, en el supuesto canal de televisión, El Turco Mossen seguía preguntando:
– Usted ha enseñado sobre El Paraíso Perdido de John Milton y le ha dedicado un soneto. ¿Cree usted realmente que esta vida es ese paraíso perdido?
– Borre eso.
– ¿Por qué?
– Porque conocí a María Kodama.

María subió como pudo la alta escalera, tomó el teléfono, llamó a su abogado, se comunicaron inmediatamente con sus contactos internacionales.

La historia fue así (pero Alá sabe más) como la cuentan los habitantes de un Buenos Aires perplejo y absurdo.
Tres hombres se presentaron una mañana de primavera para llevar al anciano inventor de naderías hacia un programa de televisión. Nunca estuvo allí.

Sí, como usted lo escucha. El escritor reconocido en todo el mundo, festejado por los mismos escritores que, además, son bastante vanidosos (este aditamento es algo que lo hace doblemente interesante, pues su obra desvela a los mismos creadores de ficciones) había sido engañado.
Pero cuando lo llevaron en un auto de su casa hasta un supuesto programa de televisión, ya estaba sabiendo que lo conducían hacia una de las mazmorras del régimen que él, por mera curiosidad, quería conocer. Aquellos “caballeros” habían sido asesinos sin compasión disfrazados de periodistas (El Oculto tenga misericordia de este horrible minotauro) y a esto se lo había hecho ver cierta mujer de la que se había enamorado. Su ceguera, sabida por todos, le hacía imposible conocer el reducto en el que lo tenían preso, porque no le fue dado a los ciegos ver las probables formas de los objetos y los seres, pero su inocultable curiosidad sin límites le habían hecho aceptar aquella extraña gentileza, a él, que detestaba la televisión. Supo, de una manera exacta, porque estaba hablando de él mismo, que la única vez que se sentó frente a un televisor fue el día del alunizaje. Ahora quería conocer los olores, escuchar los sonidos del infierno. Alli conocería, como Dante, los verdaderos vericuetos del horror. Se sintió agradecido de que los hechos lo llevaran a obtener ese extraño privilegio.
El horror, como la felicidad, suele no tener límites.

Cuando Karl Carstens, presidente de Alemania Federal, se enteró de que su escritor favorito estaba siendo presa de una siniestra conspiración, levantó el teléfono y se comunicó con el General Videla, que en ese momento estaba almorzando en la Casa Rosada. A pesar de su pasado nazi (o quizá por eso, porque aborrecía el nazismo de su juventud) Carstens detestaba a esa banda de fascistas argentinos. Sólo pensó una palabra en alemán (freilassen) y dijo una, tal vez la única que pronunciaría en español:
– ¡Suéltenlo!
Inmediatamente, la Embajada de Alemania en Buenos Aires envió una misiva que decía, escuetamente, que si Borges no aparecía en las próximas dos horas, la aviación alemana iba a bombardear la capital del país.

– ¡Suéltenlo! – corrió la orden por los rincones, los túneles, los hórridos pasillos de lo abominable.
– ¡Suéltenlo! – corrió apresurada la orden dos o tres veces más hasta llegar a donde se hallaba la ilustre presa.
A los pocos minutos, Borges ya estaba siendo llevado a la puerta de su casa.
Quizás por esa única vez en la vida, sintió que había sido valiente.
Y que no había temido.
Se lo dijo a María, al oído, al abrazarla.

Como en su cuento “El milagro secreto” nunca transcribió la prosa que ya había escrito en su mente. Contrario a la trama de esa historia, nunca la terminó.
Salvo las pocas personas que participaron, nadie supo jamás que una vez había sido secuestrado. Nunca se supo, tampoco (hasta ahora que se cuenta esta historia), que, una vez, Buenos Aires había estado a punto de ser bombardeada.

 

ALEJANDRO SETA
Nació en septiembre de 1956, Buenos Aires.
Un teatro de Necochea donde su padre fue el director fue su primer escuela literaria. Entonces decidió ser escritor. Actualmente vive en la ciudad de Alejandro Korn, provincia de Buenos Aires, desde hace 30 años. Además es docente y titiritero. Hizo periodismo en revistas y suplementos culturales, publicó libros de poesía y cuentos y una novela breve para niños: “Un océano en las orejas”. Durante el año 2020 escribió la novela “de algo hay que morir”, cuyo origen de escritura es la convicción de que la peor de todas las pandemias es la de la frialdad de los corazones.

alejandroseta.com
lasbestiaspeludas@hotmail.com

 

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