En pleno Palermo, sobre Lafinur al 2988, está el Museo Evita, sede del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Eva Perón (INIHEP), en una propiedad que a partir del año 1949 sirvió como Hogar de Tránsito Nª 2 de la Fundación Eva Perón. Estos hogares estaban destinados a atender las necesidades de mujeres en situación de carencia en forma transitoria hasta que se les proporcionaba un trabajo y ubicación definitiva.
Al cumplirse, el 26 de julio de 2002, cincuenta años de la muerte de Eva, se pudo inaugurar en esa propiedad el Museo que ha sabido incorporar técnicas modernas en la materia y es un motivo de permanente atracción para la ciudadanía y muy demandado por el turismo.
La conducción de las actividades que se desarrollan en el Museo está a cargo de Cristina Alvarez Rodríguez, sobrina nieta de Eva Perón y cuenta con la permanente presencia de Cecilia Eva Alvarez Rodríguez (en lo sucesivo Eva), sobrina de Evita, quienes con un numeroso grupo de profesionales e investigadores de la obra de quien fuera denominada Jefa Espiritual de la Nación llevan a cabo tan importante tarea.
La familia Duarte, asumida por doña Juana luego de la muerte del padre, terminó sumando cinco hijos con una impronta mayoritariamente femenina (4 hijas: Blanca, Elisa, Erminda y Eva) y un único varón (Juan). Por la prematura muerte de Eva y Juan quedó reducida a cuatro componentes y mientras vivió Juana fue ella quien asumió el rol de vocera del grupo.
Elisa y Erminda no han dejado descendientes. Solo Blanca asumió tal rol, gestando a Justo, Eva y mellizos, Juan y Blanca. Como se puede apreciar, hay una dinastía de nombres que se repite en el seno familiar.
Del mayor, Justo, es hija Cristina y uno de los mellizos, Juan, es padre de varias hermosas niñas.
Debo aclarar que mi vinculación con todos fue a través de Fernando Prada a quien llegué de la mano de nuestro amigo común Rafael Collao. Fernando, a quien conocía por su obra pictórica, era un exquisito pintor boliviano que supo traducir las raíces y el color de su pueblo, de manera admirable.
Pero Fernando, por entonces esposo de Eva, era mucho más: su manera de ganar amigos, su capacidad para reproducir la cocina de su tierra, su increíble memoria de precios, calles, colectivos y forma de moverse en Buenos Aires, lo transformaban en un ser único. Y como, además, no comía vidrio antes de introducirme en el mundo que supo armar a su alrededor, me invitó a un almuerzo en su lugar de trabajo, un departamento en la calle Santa Fe, en el que preparó un “chicharrón de cerdo”, acompañado de la “llaguita” (la llagua, llaswa o yasgua donde se combinan un morrón llamado “locoto” con tomate) y el maíz boliviano (un maíz de granos muy grandes). A los postres conocí el “matachanchos” necesario, el inigualable “singani”, el aguardiente boliviano capaz de curar todos los males, físicos y hasta del alma.
Mi capacidad para comer picantes y mi regocijo ante semejante bebida, me permitió superar la prueba y así accedí al nivel siguiente. Ese nivel, por aquellos años, era “Viva Sacli”, es decir “Viva Cliza”. Cliza es un pueblo del que eran originarias un par de hermanas bolivianas que explotaban un negocio de comidas combinadas con la utilización de un subsuelo donde los fines de semana había bailes que solían convocar a gente de la colectividad.
En ese lugar los días jueves era un compromiso asistir a gustar de comidas típicas de Bolivia y en él conocí a Ponciano Cárdenas (tío de Fernando, célebre por su obra), sus hijos, nietos y discípulos, a Pastor (cuyas obras se exhiben habitualmente en el CEES), Héctor (notable carpintero), Enrique (importante decorador de negocios, especialmente gastronómicos), Domingo y muchos artistas que se sumaban cada semana y a un ser muy especial que en definitiva era quien cocinaba para nosotros. Estoy hablando de Ana, una muchacha de Jujuy a quien gracias a la sabiduría de Fernando le fue trasmitida como elaborar las comidas del altiplano. Ahí también conocí a Eva, la esposa de Fernando, finísima pintora, profesora maravillosa.
En algún momento, por alguna razón, “Viva Clazi”, perdió su habilitación y fue cerrada.
Entonces los jueves se convirtieron en una aventura casi clandestina porque Ana cocinaba y nosotros accedíamos subrepticiamente al subsuelo. Cuando ello fue imposible, una vez más Fernando logró que Ana, que vivía en el último alojamiento de un conventillo que existía a continuación de “Viva Zacli”, en el patio de su casa nos recibiera con las incomodidades propias del lugar, pero también todas sus maravillas. En ese lugar viví mediodías inolvidables y cuando a otro amigo (Juan Carlos Amigo, justamente) lo invité a compartir esa experiencia, también noches inolvidables.
Para unas Pascuas, los amigos quisieron comer comida de ocasión y recuerdo que preparé un pulpo a la gallega. En esa oportunidad utilicé la cocina de Ana. No lo podía creer. Era tan pequeña, con tan poco fuego que no podía creer que en ella fuera capaz de cocinar esos manjares. Era el milagro de los humildes, dotados para superar las limitaciones, las estrecheces que se le imponen al pobrerío.
La vinculación con Fernando se fue profundizando: juntos viajamos a Cochabamba donde compartí días con sus familiares, otra vez por diversas razones visitamos Córdoba, el aceptó conocer Paihuen en San Martín de Los Andes, tiempo después viajamos con Eva a ese lugar, la vida nos obligó a acompañar el largo adios de Rafael, internado en terapia intensiva del Hospital Fernández… Tantas cosas.
Pero, fundamentalmente, asumimos vernos casi todos los días miércoles, al medio día, en su estudio para compartir un menú singular: patitas de cerdo en escabeche, con algún postre y una botella de champagne, todo previo al matachancho final.
La última vez que celebramos ese ritual debe haber sido en setiembre de 2019. Le propuse viajar a Machu Pichu, que increiblemente él no conocía. Me contó que viajaba con Eva a Cochabamba y a su regreso tenía planes de visitar Italia. De cualquier modo -me dijo- a su regreso íbamos a degustar un singani especial que le habían regalado.
En ese viaje a Cochabamba, donde se casaba una sobrina, me contaron que el disfrutó mucho y un día visitó un lugar de comidas donde compartió platos exquisitos. Esa noche la salud le jugó una mala pasada: operación en la lejanía, regreso en avión sanitario y larga, muy larga internación en Buenos Aires, donde jamás recobró el conocimiento. Cuando lo visitaba me miraba sin verme, no podía hablar y la comunicación era imposible. Un día llevé a la clínica una botella de singani. La tomó en sus manos y no reaccionó. Fue mi comprobación del no retorno.
Murió en plena pandemia.
No pude asistir a su sepelio.
El 3 de agosto último, Eva cumplió 80 jóvenes años. La celebramos con muchos de los amigos entrañables en el Museo. La sorprendimos con el festejo.
Cuando me abrazó me dijo: “Mirá si estuviera el Gordo”. Ella, cariñosamente, lo llamaba así.
Le respondí: “Fernando está con nosotros”.
10-08-2024