Están lejanos los días en que la caída del Muro del Berlín preanunciaban la implosión de la Unión Soviética y la caducidad del llamado bloque socialista.
Aún con sus contradicciones, que finalmente llevaron a su disolución (¡y vaya que las tenía!), ese modelo de sociedad parecía un posible sucesor del capitalismo e impulsaba a muchos a la lucha.
La caída significó la vigencia de un mundo unipolar, al extremo que no faltó quien expresara que habíamos llegado al fin de la historia.
En realidad, el capitalismo, había triunfado en pleno desarrollo de su forma expresamente financiera y, pese a ese éxito, no había resuelto las agudas contradicciones que lo atormentan y lo hacen inviable desde sus propias entrañas. Sin embargo, el mundo viejo se resistía a morir y el nuevo, evidentemente, no estaba en condiciones de nacer.
Apenas unos años después, pese al poderío militar y tecnológico del poderoso Imperio, el mundo está nuevamente en disputa. A tal punto que los viejos temores del siglo XX por un posible conflicto nuclear, hoy están en el orden del día. No otra cosa se puede temer en el enfrentamiento que en Ucrania lleva a cabo Rusia, con injerencia del resto de las potencias occidentales. Ni que hablar de los riesgos que se viven por obra de la masacre que está realizando científica y criminalmente el estado de Israel contra el pueblo de Gaza y sus posibles derivaciones en países vecinos.
Pero, además, existe un tema incorporado por el modelo capitalista y, en menor medida, por las expectativas de las naciones que compiten en obtener su propio desarrollo. El modo de producción capitalista ha logrado en los últimos cinco siglos alcanzar un desarrollo asombroso por su poderosa potencia para lograr, a través de la utilización de la ciencia y la técnica, la conquista no ya de nuestro planeta sino del espacio extraterrestre, lo que pone en evidencia la capacidad de esta especie (la humana, claro) para alcanzar estos niveles en nuestra evolución en el avance de la civilización.
Pero tanta grandeza ha tenido un costo también colosal, porque ese mismo proceso ha degradado (y lo sigue haciendo) las condiciones naturales del planeta y hoy se puede afirmar que de no ponerle límites, cuidados, protección, se corre el riesgo de impedir la vida humana en nuestra Madre Tierra.
Y aquí llegamos, por otra zenda, a la inviabilidad del régimen capitalista que exige un modo superior de producción y, simultáneamente, una visión diferente de la sociedad humana en su conjunto y, como condición ineludible, del ser humano propiamente dicho desde su perspectiva individual.
Pese a estas circunstancias reveladoras del peligroso momento de nuestro mundo, no faltan energúmenos que niegan esta realidad. ¿A que asombrarnos? ¿Acaso no existen “terraplanistas”? Sin ir mas lejos, Javier Milei es uno de los negadores del cambio climático, seguramente inspirado “por sus mensajes del más allá”.
La humanidad padece, además, en aquellos países que han sabido vivir experiencias democráticas, de cierto desasosiego con respecto a tales convicciones por las malversaciones que el sistema ha experimentado en la mayor parte de los casos.
Es probable que en las lejanas sociedades de la prehistoria, nuestros brutos ancestros, movidos por la indispensable solidaridad ante la lucha por la vida, hayan tenido resabios de democracia pero seguro que apenas apareció un excedente o algún “otro” fue derrotado y esclavizado, alguien se propuso su apropiación. Con ello, había nacido la propiedad privada y con ella la primacía del egoísmo, el tan reivindicado egoísmo como motor de la historia de la humanidad.
Alguien era más y debía encontrar la manera de que ello fuera aceptada por el resto. Para ello resultó indispensable la violencia y el sometimiento.
Quienes se remiten a la administración “democrática” casi directa de la ciudades griegas en la antigüedad hacen caso omiso a que en aquellos tiempos el poder de decisión se circunscribía exclusivamente a los hombres libres.
La filosofía nació en esos momentos de la vida humana y no por casualidad ninguno de estos hombres que nos asombran aun hoy formularon la menor critica a la esclavitud que daba cimiento a esas formas de producción en la antigüedad y, entre otras muchas cosas, les permitía a ellos, los fundadores del pensamiento occidental, llevar una vida relativamente fácil y pensar los problemas más trascendentes de aquellos tiempos.
En las sociedades orientales no fue muy diferente: desde un momento preciso siempre hubo débiles y poderosos, triunfadores y derrotados, exitosos y fracasados de la misma manera que siempre hubo (y hay) buenos y malos.
Y los hombrecitos (las mujeres y todos los demás) no nacemos necesariamente buenos ni necesariamente malos y resulta que la vida nos va formando, construyendo, haciendo… Y ese tránsito precede al nacimiento porque el marco referencial en que se produce el fenómeno (porque nacer es un fenómeno maravilloso) es determinante. Ni que hablar de las necesidades alimenticias en los primeros años en la vida del niño y los condicionamientos culturales después. El hombrecito será resultado de estas conjunción infinita de factores. La sociedad lo terminará de construir y, en muchos casos, de destruir.
Esto que expreso es tan elemental y sencillo que por momentos me pregunto si vale la pena exponerlo pero cuando miro a mi alrededor y escucho expresiones de tipos que se la dan de importantes y de buenas conciencias que opinan rechazando las formas de vida que deberían reinar sobre la tierra me doy cuenta que es necesario volver a las fuentes y empezar de nuevo si realmente queremos transformar a este mundo quieto que nos quieren imponer estos tipos que se han apoderado de él.
Las revistas que se especializan en revelar la “fortuna” de los milmillonarios del mundo los ponen en evidencia. Desgraciadamente entre ellos no faltan algunos argentinos lo que revela que el país está en condiciones de generar riqueza, lamentablemente expropiada por unos pocos. Que, por otra parte, son insaciables. Olvidan la máxima tanguera: “No hay mortaja con bolsillo a la hora de atorrar”.
Pero volvamos en estas reflexiones al aquí y ahora, es decir a la Argentina 2024, con sus singularidades. Hemos llegado a estar en manos de un gobierno que desgobierna merced a los planes desconcertantes de un largamente programado dominio del país por parte de los grandes grupos concentrados de la riqueza argentina que se han especializado en adormecer la conciencia nacional de la mayor parte de la ciudadanía.
¿Cómo lo han logrado? Además de dominar la economía son los dueños de los medios de información que, en consecuencia, desinforman al Pueblo.
No faltan patanes que por unos mangos son capaces de vender a su abuela.
Existe, como no podía ser de otra manera, el “sálvese quien pueda”, incluso en bolsones de la población cuyo único motivo de vida es “parar la olla”, sobrevivir… Para el viejo marxismo sería el lumpenaje, para nosotros son los hermanos carenciados que debemos recuperar para el campo popular.
Para ello deben saber aquello que les ocultan incluso sus propios dirigentes: saber que están en esa situación no por un designio divino, no por su naturaleza parasitaria (de la que los acusan los intelectuales orgánicos del sistema y una parte de la sociedad que los escucha), no porque les gusta vivir sin trabajar, sino que han sido condenados a la exclusión por un sistema injusto que no puede imperar sobre la tierra y mucho menos sobre nuestra Patria.
Tenemos todo lo que hay que tener para constituir una comunidad de cuarenta y siete millones de seres humanos capaces de vivir dignamente.
Para ello nos hace falta saber donde está el enemigo y ponerle los límites que corresponden.
27-06-2024