Un día llegué hasta Ella, acompañando al actor italiano Aldo Fabrizi, que le alcanzaba desde su patria su fervoroso saludo y dejaba en sus manos un crucifijo de marfil, como humilde muestra de nuestra profunda devoción. Entramos en la gran sala numerosa del Ministerio de Trabajo donde Ella trabajaba. Eran las dos de la tarde de un día luminoso y bello. Pero esa belleza y esa luminosidad no estaban en el aire transparente, sino en la sonrisa transparente con que Ella nos recibió. Y en el ademán, también de transparencia infinita, con que nos indicó que tomáramos asiento, porque no podía atendernos, no podía hablarnos, no podía saludarnos de presencia, en ese instante, ni después, porque Ella estaba entre sus pobres.
Estaba Ella entre sus pobres, rodeada de ellos, en multitud casi, sin ceremonias, en ese cristiano desorden ordenado por el cariño, la caridad y algo mucho más grande y hermoso, suerte de sentimiento palpable como una flor cuyo perfume de unción nos llegó al alma.
Eran muchos, tantos, incontables. Llevaban hasta Ella la brazada de su necesidad cual una selva espinosa en marcha y su mano leve y encantada trocaba la selva espinosa, en el acto, en un dulce horizonte de serenidad, de confortación, de paz. En esa sala grande, locutorio tremendo de la pobreza absoluta. Ella y su mano, en acto religioso de dar, de calmar, de salvar…
Yo la vía. Durante seis horas ininterrumpidas, clavado allí por el asombro primero, por la admiración después. Pero no era la simple admiración, sino todo lo más profundo y dulce de la vida, como si esa sala, en una dependencia oficial en un edificio común, enclavado en una ciudad tentacular y estremecida, de pronto se incendiara en los colores místicos y los ventanales se llenaran con la luz que resplandece en los “vitraux” de las alta catedrales medievales. Ella resplandecía allí, con su luminosidad interior, en el resplandor ardido de su gran alma de caridad y consagrada, repartiéndose como el pan y el vino de Jesús entre sus pobres. Manos aladas, de consagración que palpitaban en la caricia hacia una frente de angustia, que se deslizaba sobre una llaga, que se corrían sobre un dolor. Sobre tanta, tanta angustia. ¡Sobre tanta, tanta llaga! Sobre tanto, tanto dolor. ¡Y una y otra, y otra vez!… Y siempre. Desde las dos de la tarde -ese día en su collar bendito de días- hasta la noche…
Yo la vi. Yo la oí. Yo la miré. Y la dulzura prodigiosa de su mirada caía sin descanso sobre el dolor de los humildes, y su voz, serena y diáfana, como un aliento de todas las aromadas primaveras del mundo, alcanzaba al sufriente y a su llaga y el milagro se producía.
Y yo me dije, en un tácito arrodillamiento de poeta obligado a reconocer la presencia de ese milagro que se conjugaba delante mi temblosa emoción, yo me dije, mientras sentía como se removía en mi alma la oscurecida fe de mis antepasados, que solo Dios y Ella podían producir ese milagro.
Si, ese milagro… Que yo palpé y vi… Todo lo vi y lo agradecí en mi alma sacudida. porque por vez primera en mi vida, en mis recuerdos, en mis lecturas y en mi misma mayor desatada imaginación. pude ver y creí en la bondad, en la justicia, en la verdad. Era Ella. Sin los pesados atributos de esas virtudes tan anheladas y hasta ese momento huidizas. Porque Ella dejaba fluir de sus manos aladas y de su sonrisa tenue de trasmundo, como en la ensoñación de un coro angélico, esa bondad, esa caridad y esa justicia, siendo Ella bella, luminosa, joven, como una Madona del Renacimiento.
Era como si en un gran lienzo, regados por las lágrimas que Cristo derramó sobre los dolores del mundo, se elevara Ella, con el encantamiento de los días santos, hacia quien convergía la columna de la desesperanza para ser trocada en seguridad y paz, por Ella ¡oh! nuestra Santa Teresita de Buenos Aires, en ese inmenso Lisieux de sus necesitados.
Yo la vi, incansable, horas tras horas en su transparencia de ángel y enmudecí horas tras horas siguiendo la luminaria de su ascensión entre los pobres.
Caía ya la noche y Ella continuaba prodigándose entre sus menesterosos como con prisa, como con urgencia, como temerosa de no llegar a tiempo para mitigar tanto dolor.
Y en verdad os digo que ningún dolor dejó de ser calmado. Ninguno. Ni aún en los casos increíbles. Esos casos desesperados que nos presentan las ciudades tentaculares y egoístas, donde hay pobres mujeres cargadas de hijos sin padres. sin horizontes y casi sin vida. Y Ella les devolvía todo lo que les había sido negado y una y otra vez, el milagro me sobrecogía en una especie de espanto sagrado, porque mi alma mezquina de ciudadano no podía abarcar la magnitud de esa Bondad, que era Bondad Suma, la misma que mi removida fe ante su ejemplo me hacía recordar haber entrevisto entre las pupilas de Nuestra Señora.
Después ya no sé. Nos habló. Me habló. Ya era tarde. La luz de los ventanales figuraba el incendio místico que se derramaba, como en un palor de celestial incienso, en los vidrios historiados por las vidas de los santos en las catedrales que levantaron en la Edad Media los constructores de palomares y de iglesias. Y en la cara fulgente se su luz, la cara de Ella, santificada por ese mudo, hondo, entrañable fervor de gratitud que como un halo de santidad partía del corazón de sus grandes consolados y circuía su frente en la invisible pero presente gama de las lágrimas.
Me dió la mano al despedirnos y yo no supe -yo que podía escribir y hablar y hasta encontrar palabras y frases bonitas- no supe decir nada, porque ante lo extrahumano no se puede hablar. Quizás busqué una oración en mi renovada fe de niño y la dejé para ella mentalmente. Pero me llevé el calor de su mano, el dulcísimo calor de su mano y en su tibieza que guardo, está el dolor salvado, la angustia aventada, la desesperación curada y guardo ese calor de su mano en mi mano para siempre, como si apreciara el dulcísimo recuerdo de mi madre.
Nicolás Olivari (1900-1966) fue escritor, periodista pero esencialmente poeta, primero del grupo Boedo, luego del Florida. Colaboró en la revista literaria “Marín Fierro” y participó del Teatro del Pueblo. El cine no le fue ajeno.