La insistencia de hacerlo corresponde al momento político, económico, social y cultural que vivimos los argentinos.
Digo esto porque además de las dificultades conocidas (ha llegado al gobierno un personaje que le faltan varios tornillos, el poder económico concentrado encontró en él -por ahora- una herramienta eficaz para consolidar su dominio, la mayor parte de la comunidad está al borde de un colapso pero un número significativo de ciudadanos aún depositan sus esperanzas en el desnucado personaje y -aunque cueste creerlo- la derecha parece haber impuesto los conceptos sobre la ciudadanía) no resulta comprensible la mayor parte de los actos de ¿gobierno? del ¿gobierno? Nacional.
O quizás sí: si como dice el propio delirante “es un topo dispuesto a destruir el Estado” todo podría cerrar y quedaría en evidencia la ceguera social de una parte importante de la población que, aún advertida, no quiere verlo o si lo ve no le importa.
Y, una vez más, para entender el presente debemos bucear en el pasado.
Cuando el 31 de agosto de 1955 Perón largó el grito de guerra de “cuando uno de los nuestros caiga caerán cinco de ellos” estaba escrito que luego de la rebelión militar del 16 de setiembre optaría por el exilio.
Cuando después de 18 años de exilio regresó al país en gran parte por la lucha llevada a cabo por las “formaciones especiales” (singular denominación que inventó para denominar a los guerrilleros que le eran afines) sin duda se había pactado con las fuerzas armadas el compromiso de “pacificar el país”.
Cuando durante su gobierno se autocalificó de un “león herbívoro”, probablemente no ignoraba las fuerzas represivas que organizaba su valet (la Triple A de López Rega), en tanto prescindía de los generales Calcagno e Iníguez.
En cada uno de estos acontecimientos, el que fuera -sin lugar a dudas- la personalidad política más brillante de nuestra historia en el siglo XX, no aspiraba a cambiar las bases de la sociedad imperante en nuestro país.
Luego sobrevino la dictadura, las más siniestra y criminal de nuestra joven historia. Recuerdo que unos días antes del 24 de marzo de 1976, en un frugal almuerzo que compartí con Héctor Portero, por entonces presidente del bloque de diputados del Partido Intransigente (PI), me informó que en una reunión que había sostenido con el embajador de la URSS, este le previno de las rigurosas decisiones que adoptarían los altos mandos militares.
Y así fue.
Sin embargo, durante los largos, oscuros, terribles años de la dictadura no hubo un solo dirigente político que denunciara los actos aberrantes cometidos por las Juntas, no hubo nadie que intentara parar la masacre. Probablemente dejaron hacer a los asesinos uniformados el trabajo sucio que ellos no se atrevían a ejecutar. Balbín, al frente de los radicales; Ítalo Luder en representación del peronismo; el mismo Allende como jefe del PI, guardaron silencio, “se lavaron las manos”… De los demás, de las insignificantes derechas, más que silencio hubo embajadores, intendentes y colaboracionistas varios.
El partido Comunista y el Episcopado se hermanaron ante la imposibilidad de salvar la vida de muchos de sus miembros. Había que “apoyar a los blandos contra los mas duros” decía el primero y el segundo ocultaba el martirio de sus hermanos.
Quienes también guardaron silencio cómplice en aquellos años “e hicieron su agosto” fue el nuevo poder económico (los Macri, Pérez Companc, Bulgheroni y todos los otros conocidos de siempre), que gracias a un seguro de cambio que inventó Cavllo en breve interinato como presidente del Banco Central, transfirió al Estado la deuda externa que habían contraído por más de once mil millones de dólares que, sumados a las deudas asumidas por el propio Estado, elevaron ese monto, que arrojaron a las autoridades electas por más de 45 mil millones de dólares. Por otra parte, en la transición democrática radical, estos canallas también pasaron desapercibidos mientras la multitud vociferaba “el que no salta es un militar” y el gobierno hacía expreso reconocimiento de aquella deuda que habían comprometido funcionarios sin autoridad para hacerlo, es decir que los acreedores habían negociado indebidamente. Con ello el Estado tomó a su cargo esos compromisos y cuando digo Estado, digo más correctamente el Pueblo argentino.
Ante semejante desaguisado los radicales cedieron el poder al peronismo en su vertiente menemista que no trepidó en casi regalar la totalidad del patrimonio social del país (trenes, teléfonos, gas, electricidad, línea aérea, flota marítima, puertos, todas las joyas de la abuela), ese mismo patrimonio que cuatro décadas antes el primer gobierno peronista había recuperado de la mano de capitales foráneos.
Y aquí queda en evidencia que el radicalismo, desde sus orígenes, no se propuso cambiar la matriz política y económica de la Argentina sino compartir el gobierno con el poder oligárquico y, para no ser menos, el otro gran movimiento popular que le sucedió, el peronismo terminó actuando de la misma manera.
¿Y hoy? Ante el delirante aupado en la primea magistratura, nos encontramos con una oposición casi inexistente: la Unión Cívica Radical (UCR) casi se ha sumado primero al PRO y ahora a este engendro que sustenta a Milei y el peronismo apenas se debate entre la incapacidad de reflexionar sobre su derrota y la incertidumbre de su futuro derrotero.
Ambos deberían integrar, por su historia y sus fines, la verdadera oposición a la entrega de la Patria pero ninguno parece a la altura de las circunstancias.
La UCR, por la expresión de sus dirigentes, parece irrecuperable dado que en sus bases existe un marcado gorilismo heredado del siglo anterior y del que no han sabido reponerse. Precisamente, esos dirigentes son consecuencia de semejantes bases.
En cuanto al peronismo, está absolutamente desorientado por la enorme derrota sufrida y por la incoherencia de sus últimos tiempos: quienes hayan seguido al movimiento y asuman que han votado en las últimas elecciones presidenciales en 2015 a Scioli (hoy funcionario de Milei), en 2019 a Alberto Fernández y en 2023 a Massa deben sentir el peso de semejantes candidatos.
Pero si algo hay de bueno en las actuales circunstancias, es el convencimiento de que resulta imposible un proyecto de país alternativo que levante las banderas originarias (justicia social, liberación económica y soberanía política) si no existe un programa que enfrente con firmeza al poder concentrado en los sectores monopólicos locales e internacionales que dominan la Argentina, incluso esa política debe ser extensiva a los sectores indebidamente beneficiados por las decisiones de organismos internacionales, como el FMI, durante la gestión de Macri, a través de un crédito de imposible cumplimiento que solo sirvió para fugar fondos al exterior.
Para que un programa de esta dimensión pueda ser implementado debe contarse con el apoyo de las mayorías populares que para que se movilicen, a su vez, deben disponer de la información precisa de porque el país está como está. Eso demanda la unidad popular y la entrega desinteresada de los dirigentes para evitarle al Pueblo y a la Patria las calamidades que parecen augurar los planes, ya en pleno desarrollo, de la derecha argentina y del poderoso aparato económico que la promueve, apaña y dirige.
14-07-2024