por Alejandro Seta
Ilustrado por Nando (*)
“No me traigas medias, ni pañuelo ni calzoncillos”. Me había invitado a mí, al que nadie quería, al paria, al desgraciado. Al que no tenía amigos. Lo había dicho divertido, con una sonrisa, como siempre: con una divertida travesura interior. Se llama, se llamaba, Rubén Villanueva.
Y fui.
No me acuerdo qué le regalé. No sé qué compró mi mamá. Llegué a casa con la noticia. Se lo dije muy bajito a ella, a quien yo amaba: “me dijo que no le regale medias, ni pañuelo, ni calzoncillos”.
– ¿Eso te dijo?
Mamá se sonrió. Esas cosas la hacían sonreír. Era feliz con nosotros pero no tenía alegría pura. Nunca la tenía. Todo en ella estaba teñido de una tristeza muy bella que lo llenaba todo. Tenía malvones en macetas de cemento con rayas blancas y rojas, y allí estaban los malvones que ella cuidaba. Y los geranios. Con los geranios, con el juguito de sus hojas, nos curaba las boqueras, que pronto se secaban y cicatrizaban, a mí y a mis hermanos. Conocía muchas recetas caseras para curar que le había enseñado mi abuela Sara; y a ella, a su vez, su madre, la mama Eloisa, así, sin acentos. Riojanas las dos. Mamá era de Córdoba y había llegado a Buenos Aires con sus padres y cuatro hermanos, con el peronismo.
Yo vivía en una casa linda en el barrio de Caballito y vine a nacer, sin saberlo, en la ciudad más hermosa del mundo. Creo. Yo no conocía Lanús, Banfield ni Alejandro Korn. Todavía, esos eran nombres de ciudades desconocidas para mí, de un mundo lejano. Toda mi existencia era esa parte de Buenos Aires, una ciudad hermosa que luego fueron a arruinar los fascistas que salieron a las calles a cazar corderos.
Sé que salió a comprar algo y me lo trajo en un paquete y que después de comer me acompañó a la parada del colectivo, me indicó bien dónde debía bajar y subí rumbo a la fiesta de Rubén: bañado, perfumado y peinado a la gomina. Con pantalones cortos y zapatos lustrados. Medias Tom tres cuartos.
Llegué.
Siempre me había gustado la casa de Rubén. Era una mansión cerca del Parque Patricios, cerca de la escuela a la que íbamos, cerca de la casa de mi abuela. Un día habíamos salido a caminar con mamá y yo le dije: acá vive mi compañero Rubén.
Entré a una casa grande, de pisos lustrados y donde los papás,aunque no me conocían, estaban felices de verme llegar. Entregué el regalo, a Rubén no le importó mucho, le importaba yo, me abrazó y me llevó a jugar. Un rato. No había muchos chicos. Rubén quería mostrarme toda la casa, no recuerdo mucho. Sé que estuvimos en un parque donde el sol. Recuerdo que sus papás se querían, me miraban sonrientes, y se hacían mimos. Recuerdo eso y lo que voy a contar ahora.
Los demás chicos ya se habían ido y yo sabía que tenía que volver. Estaba atardeciendo, el lugar era cálido, Rubén me mostró a su hermano: “Él es mi hermano” – me dijo. Era un hombre; o eso me pareció a mí. Luego me dijo Rubén: “Vení”. Y subimos escaleras, y atravesamos puertas, me internó en un laberinto y en un lugar extraño lleno de cuadros y atriles con olor a algo que después supe que era el olor a la trementina y al aceite de lino. Me dijo: “Este es el estudio de mi hermano”. Y me llevó derecho a un cuadro que estaba en un atril.
No había prendido ninguna luz, sólo entraba por una ventanita la luz del atardecer; y estábamos allí: Rubén, yo y el cuadro. Nunca me lo olvidaré. Hoy puedo verlo. Tal vez el cuadro ya no exista más, tal vez la casa no exista más. Podría ir hoy a verificarlo, tal vez esté, tal vez toque la puerta, tal vez me atienda Rubén, y le diga quién soy, y me haga pasar y le pregunte por el cuadro y me lleve por escalera, a través de puertas y me encuentre otra vez con el cuadro.
Sé que no lo haré.
Habíamos llegado a esa piecita hermosa de ese edificio donde ninguno de los que estábamos allí sabíamos dónde quedaba, y donde ninguno de nosotros sabíamos el nombre del otro ni tampoco dónde vivía. Sé que pensé: “Si mamá me busca ahora, no podría encontrarme nunca, porque ni yo sé dónde estoy”. En esa piecita vivía Mariana, a la que yo admiraba. Ad/miraba. Era hermosa, locuaz, inteligente. No recuerdo mucho de qué hablaba Mariana. Nos sentábamos en su cama y en sillas, y planeábamos qué próxima acción de propaganda política haríamos en la facultad esa semana. Yo no me sentía ni hermoso ni locuaz ni inteligente. Alguien tomó la mano de Mariana y dijo: “Esa manito”. En la semana anterior habíamos hecho unos volantes pequeños con la cara de Videla y sobre la cara de Videla había dibujada una mira telescópica. Nada más. Mariana se había subido a lo más alto de la escalera caracol de mármol y había arrojado los volantes por el hueco de la escalera. Los papelitos volaron como pájaros huyendo y se habían desparramado, como si lo supieran, equitativamente, por cada uno de los pisos de la facultad. Yo estaba con Mariana. Azorados, nos quedamos unos segundos de más viendo cómo los volantes iban a cada rellano. Salimos por otro pasillo, bajamos por otra escalera. Segundos después, diez patrulleros se habian subido a las escalinatas de entrada, entraron e invadieron la facultad, revisaron todos los bolsos, nos hicieron salir.
Pero esa tarde, en la piecita de Mariana, yo me sentía seguro. Estábamos allí, sabíamos a qué nos arriesgábamos pero ninguno lo creía posible. Estaba (estoy) seguro de que ninguno de los que estábamos allí creía que a nosotros nos iba a pasar.
Hasta que pasó.
El sol entraba perfecto sobre la cama deshecha de Mariana, tomábamos mate, la mesa estaba llena de libros; reíamos, bajito; de vez en cuando, una sirena atravesaba el mundo y pensábamos: “A dónde irán” – pero nadie lo decía. Teníamos dieciocho, diecinueve años; habíamos nacido justo en la época en que los lobos saĺían a cazar a los corderos.
Jugábamos con fuego.
Rubén estaba a mi lado pero ya no lo veía. Sé que me explicó algo: “Esto representa la vida. Nacemos, pasamos por esto, por esto, y este es el fin”. El cuadro era un laberinto (un bosquejo de laberinto) pintado con la gama de los ocres; el laberinto era un largo túnel mirado de perfil; sé que por momentos había manchas rojas, un cuerpo; las dificultades eran las curvas del laberinto, nada estaba representado de manera explícita, el fondo del cuadro difería muy poco de los colores del túnel y, al final, es decir, al centro del cuadro, una flecha roja, y una palabra escrita con mayúsculas: FIN.
FIN, nada más que fin. Fin, fin, fin. Me quedé allí, estupefacto. Al lado de la flecha roja y de la palabra FIN había un cuerpo tirado. Un cuerpo sin sexo, sin ropa, sin pelo, sin rostro. FIN. Sólo la palabra FIN. “Esto representa la vida”. No sé cuánto tiempo estuve allí, creo que Rubén me hablaba y no le contestaba; creo que Rubén salió un rato y volvió con los padres. Yo estaba parado frente al cuadro. Le saqué una foto para toda mi vida, la tengo acá, grabada.
Los papás de Rubén llegaron con Rubén; estaban preocupados: “¿Dónde estaban? ¿Acá estaban?”.
Siempre amables, me dijeron que tenía que volver, me acompañaron a la parada de colectivo, estaba anocheciendo. Yo sabía que no debía estar allí, pero estaba. Viajé en el 25 de vuelta a casa. Bajé bien. Entré al edificio, atravesé el pasillo. Laberinto, laberinto. FIN.
En casa estaban desesperados; mamá y papá llamando por teléfono; no tenían el teléfono de la casa de Rubén, pero mi abuela vivía cerca y le estaban diciendo que mi tío fuera a ver a la casa grande de la vuelta qué había pasado conmigo. Mamá desesperada. Laberinto, laberinto. FIN. Entré.
Cuando abrí la puerta de hierro, mamá dijo: “Acá está”. Mamá me abrazó. El cálido y seguro abrazo de mamá. Había llegado. Nunca me olvidé del cuadro. Tal vez siga allí. No sé.
Mamá no tuvo que ir a buscarme cuando tuve diecinueve. Por fin, estaba en territorio seguro.
Mucho tiempo después, un sueño acabó por mellar mi vida para siempre. Un escritor, que era yo, escribía sobre viejos papiros un libro que nadie leería en su país. Un libro que sería, después de su muerte, reconocido por las gentes de otras latitudes. En el sueño, podía ver a los lectores de su libro: hombres y mujeres de latitudes lejanas, de razas disímiles, niños que padecían y reían con las peripecias de su personaje, trabajadores de todos los oficios, descansando de sus quehaceres con el libro en la mano. Pero en su tiempo, a ese libro, lo escribía dificultosamente en una habitación de un hotel de pobres de donde no salió durante un año tan sólo para no encontrarse con el Enemigo, a quien, entre otras cosas, y muy secretamente, admiraba enormemente. El sentimiento era mutuo, y, sin embargo, si se encontraban, seguramente intentarían matarse. Pero no por miedo. La vida ya no le interesaba demasiado sino para terminar el libro: batallas, huídas, carreras infinitas a través de las arduas pampas, le habían hecho perder a su amada y a sus hijos, lo que más apreciaba. No, lo que lo atenazaba a la habitación, a no asomarse a la calle, era la vergüenza, la vergüenza de saberse el derrotado. El Enemigo, el Otro, era el triunfante; ese Otro era quien ahora ostentaba cargos públicos, prebendas y halagos del poder. El Otro, el Enemigo, también escribía un libro donde mostraba, de manera soslayada, su profunda admiración por él.
Me desperté.
La primer palabra que vino a mi mente fue vergüenza. Hacía un día nomás alguien me había preguntado por qué en el cuento no volvía a aparecer Mariana. “No es un cuento” – pensé.
Entonces me levanté, me puse un pantalón, zapatos, un sobretodo, y salí. La bruma de Buenos Aires (¿estaba realmente en Buenos Aires?), la nocturna bruma de un Buenos Aires de invierno, era un telón en movimiento de un escenario al que había visto muchas veces pero que ahora le resultaba totalmente desconocido. Era como si un velo de olvido se hubiera presentado entre él y el paisaje, y ahora lo visto se le apareciera de una manera nueva y, a la vez, extraña. Yo estaba allí, y me vi venir. Es extraño esto que voy a contar: antes de verme sabía que realmente era yo. Por la forma de caminar, o por cierto olor, o ciertos rulos descalabrando la cabeza (nunca me peiné), pasé junto a mí y supe, sin dudar (cómo dudarlo), que aquel chico de diecinueve era yo. Pero no me reconoció. No me reconocí después de 40 años. Llevaba una carpeta bajo el brazo. Me seguí, pero él no se dio vuelta (costumbre que guardó, guardé, durante décadas) para ver quién lo seguía. Mis pasos no parecían hacer ruido sobre la vereda; los de él, sí. Caminamos varias cuadras, tal vez veinte, hasta llegar a una puerta que estaba al borde de la vereda, y no parecía pertenecer a casa alguna. Abrió la puerta y fue entonces que yo entré detrás, pero a él, es decir a mí, no lo volví a ver. Una escalera sumergida en la oscuridad de la noche bajaba, solemne y segura, hacia un subsuelo inseguro que se había tragado toda la bruma del exterior. Bajé. Escalón tras escalón. Y a medida que bajaba, un también oscuro olor a humedades se hacía cada vez más fuerte, más rancio, más cercano a la vida y, también, a la muerte.
Al llegar al último peldaño, alguien me tomó de la mano.
Era Mariana, con su manito arrojavolantes.
– ¿Llegaste?
La miré y la volví a ver como cuando la vi por primera vez hacía tanto tiempo. Yo estaba tomando una gaseosa en el bar de la facultad y ella no tenía dinero, y dijo en voz alta que tenía sed. Le ofrecí de mi botella, y fue eso y tomar la botella y decir gracias, la suficiente elocuencia para que un amor nunca sentido se despertara en mí como si se hubiera disparado el interruptor de un reloj silencioso.
– Es extraño – le dije-, siempre sentí mucha vergüenza de sólo pensar en encontrarte, y ahora que te encontré, no. Sólo cierto temor, cierto asombro, pero no vergüenza.
– No es justa la culpa -me dijo-. ¿Qué culpa teníamos? –me dijo con un dulce enojo.
– Ni el nombre ni la dirección.
Mariana sonrió. Era la hermosa Mariana de antaño.
– Eso no importa ahora.
– Quiero escribir una historia con vos – le dije.
Se sonrió con un movimiento de cabeza. Me tocó con la mano sobre mi mano. Sentí su piel. Me estremecí.
– Es por acá – me dijo.
– ¿Estás segura?
Le hice esa pregunta sin saber todavía de qué seguridad hablaba.
-Más que nunca.
Y agregó, luego:
– Aquello ya pasó; fui inmolada. Fuimos. Los muertos y los que quedaron vivos. Así y todo, mi muerte no es más que una ficción inventada por los hombres. Yo ya no pertenezco a este mundo al que vos todavía pertenecés.
Iba a hablar, a decirle que la amaba, que siempre la había amado, en secreto; le iba a decir que cuánto lo lamentaba, que si hubiera podido estar allí; pero me tapó los labios.
Pasamos una puerta, dos. Subimos una escalera, otra. Otra puerta. Y detrás de ella, allí estaba (bajo una luz tenue de un atardecer de algún lugar que yo ya conocía) aquel cuadro sobre el atril que estaba escondido (laberinto en el laberinto) en algún lugar de la casa de Rubén. Me quedé mirándolo, otra vez. Hipnotizado, absolutamente enajenado, fuera, muy fuera de mí. O nunca tan yo. El laberinto, el cuerpo sin ropa, sin pelo, sin rostro. Y la palabra FIN.
De pronto, sentí que estaba solo otra vez.
Miré a mi costado buscando a Mariana y no estaba. Mariana ya no estaba más.
Grité. Supe que no iba a volver a verla en esta vida. Y supe, también, pero de manera perfecta y terrible, que tenía que correr, y que correr era lo único que me podría salvar de una repentina destrucción.
Corrí.
Volví a subir escaleras, bajarlas, pasar puertas, me parecían diferentes ahora, no eran las mismas, las puertas parecían burlárseme abriendo sus bocas una a una, para tragarme hacia una falta de libertad que en lugar de permitirme salir a la verdadera vida, me llevaba, atroz, hacia la verdadera muerte de los subsuelos de una ciudad que ya no era más hermosa para mí.
No sé cómo, pero llegué a la vereda, a una realidad, a este mundo mencionado por Mariana, que era nuevamente conocido.
Corrí. Corrí, corrí.
Como ya dije, nunca más la volví a ver. La había visto en fotos, fotos en blanco y negro; la había visto en pancartas; la había visto en las bocas de unos gritos que se la disputaban como un trofeo, un santuario, un lugar donde adorarla y ponerle una fecha; pero ella no estaba allí. La vi en las rondas, en los discursos. Pero ella no estaba allí. La vi en los diarios, una vez; la vi en las carpetas donde los juicios, pero ella no estaba allí.
Ella estaba sólo donde una vez la volví a ver, no sé si en este mundo o en algún otro. Porque hay muchos mundos. Y lo digo para que quede escrito: uno de esos mundos es éste.
(*) Nando (o Fernando Cruz) es un dibujante que vive en Banfield, y colaboró en El banfileño clandestino, y actualmente en Clandestino (página de Facebook). Es admirador de la obra de Luis Alberto Spinetta, se lo suele ver con la remera verde de Artaud, y cuando el Flaco murió (o eso dicen) lo llamaban para condolerse, según sus propias palabras, “como si fuera un pariente mío”.