Yo estaba mirando a través de un tanque de agua. Se veía todo verde. No sé si el agua era verde o el vidrio del tanque era verde.
Adrenalina: ¿me alejo de la realidad? ¿O todo lo contrario?
Distintas versiones de la noche estrellada de Van Gogh se superponen en mi mente y un flash sobre mi carne congela la respiración. Entonces pienso que el olvido es el único remedio para que mis pies vuelvan a estar en mis zapatos.
Las naranjas giran. Sus vientres de cristal emiten mensajes alimentados con la sacarosa polisémica: había una vez un pescador que salía de la orilla con su bote y remaba mucho más allá de la rompiente y pescaba enormes piezas con escamas vibrantes y luminosas. Volvía cansado pero satisfecho y vendía su botín a precios bajos.
-Nadie sale de pobre trabajando- dijo una mujer.
-Yo no soy pobre – dijo el pescador a través del humo de su cigarrillo.
-Dos cosas: estar enamorado es comer manjares o no comer- dijo ella. -Todos estamos orgullosos de nuestras heridas. Son condecoraciones.
El tanque de agua desapareció y yo pude ver al pescador que se iba.
No lo vi nunca más. A veces, en sueños, veía su espalda alejándose. A veces, levantaba su mano como si estuviera saludando, aunque también podía ser interpretado como un gesto que pedía que lo esperáramos tranquilos.
Pasaron algunos días, una semana más o menos, y su lugar lo ocupó un muchacho de pelo negro y ojos azules lleno de tatuajes y cadenas plateadas en el cuello. Traía en su bote de madera los mismos pescados que el otro pescador. Cuando le preguntamos el nombre, dijo que se llamaba Raúl pero que todos lo conocían como Zumba. Una mañana llegó en su bote de su excursión de pesca con una mujer más vieja que él, con rasgos que hacían suponer que eran hermanos o madre e hijo. Una señora le habló y ella asentía sin decir nada. La señora pareció nerviosa y le preguntó si no hablaba y Zumba dijo que era muda a la vez que la mujer abría la boca para mostrar que no tenía lengua.
-¡¿Qué le pasó?!- dijo la señora.
Zumba contó una historia inverosímil. También dijo que eran hermanos. Habían nacido de la misma madre, pero tenían distintos padres.
Después me contrataron para transportar regularmente una carga misteriosa. Viajaba a principios de mes y a mitad de mes. Recorría 1.200 kilómetros en total: 600 de ida y 600 de vuelta en un Scania flamante. Me pagaban el doble de lo que se pagaba por ese tipo de trabajos.
Siempre salía al amanecer del primero y el quince de cada mes. Pero, una vuelta, me dijeron que tenía que salir el doce a la noche. Era el mes de julio de 1996. A mí no me gustaba manejar de noche, pero me dijeron que me iban a pagar el treinta por ciento más. Por otro lado, pensé, no estaba mal variar la rutina. Tendría que haber sospechado. Luego me daría cuenta que ni el treinta por ciento más ni ningún dinero extra habría podido pagar el sacrificio que implicó hacer ese viaje.
Eran las diez de la noche, yo recién había salido. La ruta estaba casi vacía y podía manipular el termo y volcar el agua en mi mate de madera. Había llevado también un sánguche de bondiola y queso. De pronto, recibí la primera señal. De la caja del camión me llegaron voces, susurros y el llanto de una criatura. Pese a mi curiosidad, decidí no parar el camión para ver qué había, cuál era la carga. Pero, en un lugar en donde nunca había nadie, me paró un puesto de la policía caminera. Me hicieron abrir la caja del camión. Había 32 personas, la mayoría mujeres y chicos de entre dos meses y siete años. La policía los hizo bajar a todos. Pidieron documentación. La gente no entendía. No hablaban nuestro idioma. El oficial que estaba al mando me miró y dijo: Estás frito. Me esposaron y me subieron en un móvil. Me llevaron a una celda de los tribunales de Coronel Supisiche y me comunicaron que al otro día iba a hablar y que mejor tuviera buenos argumentos. Yo no sabía ni siquiera quienes eran los que me contrataban. Siempre se habían comunicado conmigo por teléfono, por mail y me depositaban la plata en una cuenta. Lo único que sabía era que los mails que recibía estaban firmados por Baires Trading. Esto fue lo que conté en el interrogatorio.
Pasé 17 días en la celda, en el sótano de los tribunales. A las diez de la mañana del día dieciocho me dejaron ir, me dijeron que no volviera a llevar carga que no conociera, todos los camioneros del mundo saben lo que llevan. Eso me dijo el mismo oficial que había dirigido la inspección y me había detenido en la ruta.
Decidí desaparecer. Me fui a Concordia, quería vivir en un lugar tranquilo con un río en el que pudiera pescar. El río era dorado y pesqué bogas enormes. Pasaron los años y un día (eran más o menos las siete de la tarde) yo estaba pescando en la orilla y llegó un pescador que se instaló unos metros a mi derecha. Cuando lo miré vi quién era: el pescador, el primero. Lo reconocí por su voz cuando me pidió fuego para encender su cigarrillo y me contó una historia que a él le hacía gracia acerca de cómo había perdido su encendedor.
MARCOS HERRERA
Narrador y poeta. Su libro Músicos de frontera (1992) ganó el primer premio del Concurso de Poesía organizado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires (su jurado estaba compuesto por Joaquín Giannuzzi y Mónica Sifrim, entre otros). En 1999, Ricardo Piglia incluye su relato «Cacerías» en la antología Las fieras, antología del género policial en la Argentina. En el año 2000, su novela Ropa de fuego obtiene el premio del Fondo Nacional de las Artes. Sobre su novela La escuela de satán Ricardo Piglia refirió: “Por momentos la literatura argentina es toda muy parecida, hay una especie de registro retórico más o menos establecido de lo que se considera literatura, mientras que Marcos Herrera es alguien que ya tiene un campo y una voz que deslumbran por su originalidad”.