En INTERMEDIO I, hablando de Fernando Prada, mencioné que a través de él había conocido a su tío Ponciano Cárdenas. Al hacerlo, casi sin querer, recordé que tengo muchas deudas con la vida: una de ellas, una de las cosas que le debo a la vida, algo que debo agradecerle es haber conocido a Ponciano.
He compartido con Ponciano muchos jueves, primero en Viva Zacli, luego en diversos lugares y finalmente en el boliche de Rocío. He tenido el privilegio de compartir su mesa en su increible casa de Villa Lynch. Esa casa que por la mano de este artista enorme y el también enorme talento de su esposa Mariana es un verdadero museo de arte.
Esa casa, en Villa Lynch, conjuntamente con una fracción en el Delta, era motivo de preocupación del artista. Su deseo era, según me manifestó en un par de oportunidades, integrarla en alguna Fundación que permitiera dar continuidad a la vigencia de su obra.
A veces, llevándolo a su estudio de la calle Pringles, en el barrio de Almagro, mantuvimos charlas sobre la vida y el arte. A decir verdad, en esos casos me limitaba a manejar y escuchar porque de los labios de Ponciano, con vos queda pero con total profundidad, emanaba una sabiduría que venía de muy lejos.
Claro, Ponciano había nacido en Cochabamba (Bolivia) el 25 de agosto de 1927 y muy chico, su maestro lo vio tan aficionado a crear figuras con el barro que llamó a su hermano mayor para decirle que el niño debía asistir a alguna escuela de arte. La presencia de ese hermano obedeció al hecho de que el papá había fallecido cuando Ponciano tenía apenas dos años.
Y así fue.
Plegaria, 2007
Ya egresado de sus estudios en la Escuela de Arte de su pueblo natal en 1952 arribó a Buenos Aires, de donde pensaba pasar a Madrid pero algo lo retuvo en la Reina del Plata e inició estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes “Ernesto de la Cárcova”. No hay que sorprenderse: esa casa de estudios ha tenido una enorme atracción sobre muchos de nuestros más consagrados artistas. En ella Ponciano fue primero profesor y más tarde rector, hasta 1998.
A lo largo de todo ese tiempo la amplitud de su obra permite calificarlo como muralista, pintor, escultor, dibujante, grabador, ceramista y toda la vida como un docente de alma, convencido de la necesidad de que todo ser humano debe acceder a los insondables caminos del arte.
Así lo vi siempre, amado por sus discípulos, distinguido por sus hermanos artistas, muy respetado por la crítica y humildemente soberbio del mensaje que supo trasmitir a través de los tiempos.
Hablar de su obra es imposible. La lista de sus trabajos demandaría un espacio que nos excede.
Mencionar los premios que recibió supera los límites de esta nota.
Las ilustraciones que acompañamos en ella no son suficientemente reveladoras de semejante obra.
El dibujo a mano alzada que reproducimos corresponde a un trabajo de Guillermo Didiego, pintor asistente a uno de aquellos almuerzos que menciono, dibujado en un mera servilleta del lugar. Del mismo he sido depositario hasta hoy y aún hoy no sé porque. Ahora pienso que estaba destinado a ilustrar esta nota.
Nunca olvidaré lo que me costó llegar a su casa-museo cuando se produjo su tránsito, el 8 de mayo de 2019. Tenía apenas 96 jóvenes años y partió ignorando el accidente que había padecido su sobrino Fernando.
Unos meses antes yo había cumplido 80 años y Ponciano a través de su hijo Ariel me había hecho llegar una de sus obras de arte.
Cuando llegué saludé a Ariel, su hijo mayor y le dije que lamentaba no haber tenido tiempo de agradecerle su presente.
Ariel respondió mi saludo y me dijo, simplemente: “Ahi lo tenés, agradecéselo ahora”.
Y así fue.
12-08-2024