Mi abuelo paterno, José, llegó de Italia en los primeros días de enero de 1906, unos pocos antes de la muerte de Mitre.
Venía del sur de la península italiana, con poca instrucción. Un hermano mayor, Nicolás, que había anticipado su viaje, lo pudo ingresar en tareas menores en el entonces Ferrocarril del Sur.
Mi abuelo no era precisamente ese inmigrante soñado por Sarmiento o Alberdi para poblar nuestras pampas. Ellos pensaban en europeos cultos que transformarían esta tierra de bárbaros.
Mi abuelo venía de la Italia profunda, que en mi infancia, como testigo de la inmigración posterior a la segunda gran guerra, pude comprobar que todavía estaba vigente.
Tampoco era de esa clase de inmigrantes que trajeron al país el ideario revolucionario que movilizaba Europa.
Creo que como otros tantos miró con buenos ojos los primeros tiempos del Duce, sus obras públicas, su supuesto mejoramiento de Italia. Y, claro, debe haber padecido el desenlace final.
Aquí formó familia como no podía ser de otra manera con descendiente de italianos, como era mi abuela Antonia Filomena con quien no se sabe como concibió tres hijos, uno de ellos, también José, mi padre.
Una vez jubilado del ferrocarril, privilegio de ese gremio por aquellos años, tenía un reparto de huevos en familias acomodadas de la gran ciudad. Allá iba todos los días con dos enormes canastas y muchas noches lo acompañaba en un mateo de la estación Temperley a buscar los huevos que le mandaba su proveedor.
Todo esto viene a cuento para tratar de entender que el viejo (que después de todo no lo era tanto) no tenía una formación ni profesaba ideología alguna, ma’ pero tenía conciencia de clase.
La tenía por haber sido laburante toda su vida, la tenía porque nunca había renegado de su condición de proletario, la tenía porque a diferencia de sus hijos (que ya, sin serlo, parecían “mi hijo el doctor”) mantenía la forma de vida de los sectores populares… Por eso un día, en su memorable idioma que era una mezcla del dialecto mal aprendido y el castellano peor asimilado se despachó con el título de esta nota: “El crédito e’ la rubina de la clase trabacadora”. Traducido: El crédito es la ruina de la clase trabajadora.
Como yo era muy pibe tuvo que explicármelo.
Y más o menos me lo explicó así:
Recordó que apenas llegó a la Argentina trabajó en la construcción de los terraplenes que van desde casi Plaza Constitución hasta más allá de Avellaneda. Con ellos se evitaron los enormes desniveles que se producían en la zona del Riachuelo y tenía claro que en todo ese trayecto semejante obra hacía por aquellos años innecesarias las barreras, con la economía de personal para esas funciones.
Por aquellos años y durante un largo período, una de las mayores luchas de los gremios ferroviarios (ya por entonces la Unión y la Fraternidad) era la jornada de 8 horas y en los años del primer peronismo rezongaba por quienes, como mi padre, tenían mas de un trabajo porque con ello se burlaban de tantos años de lucha, tantas peleas por esa conquista, que con esta modalidad de otro trabajo se iba al diablo.
En cuanto a los hábitos de los sectores populares pensaba que a través del crédito la gente accedía a bienes (muy humildes, muy limitados hasta aquellos años) que eran propios de otros niveles sociales y que le permitían a sectores medios bajos que de ese modo “creían” ascender socialmente. Para ello existía el crédito que, además, “encadenaba” a las personas a hacer frente a pagos mensuales que en muchos casos excedían sus posibilidades económicas, con el consiguiente compromiso de seguir “tirando de la noria” para poder cumplir.
Es decir que mi abuelo (seguramente sin saberlo) percibía la prematura vigencia de la sociedad de consumo que, por otra parte, él pensaba que era una modalidad importada de los países grandes (pensaba fundamentalmente en Gran Bretaña) que, con ese sistema, habían “adocenado” a por lo menos algunos de los miembros de sus clases populares. Me parece atinado advertir que el viejo no tenía la más remotas noción de los trabajos de Lenin y sus referencias a “los trabajadores de cuello blanco” de aquellas islas.
En realidad lo que padecía eran las nuevas formas culturales adoptadas por sus hijos: ellos habían impulsado la compra de un moderno juego de comedor, recibían al menos una vez al mes la visita del judío vendedor de alhajas y otras vituallas y habida cuenta que todavía no se había profundizado la política económica del nuevo gobierno peronista no había posibilidad de comprar cocina a gas, heladeras y lavarropas… Pero mi tía Ñata pasaba todo lo que podía por la modista del barrio, mi tío Fidel y mi viejo empilchaban para sus laburos ferroviarios como debía ser en Casa Munro y mi abuela Antonia debía tener sus propios requerimientos. Mi tía no se privaba de los estrenos del cine nacional y los hombres se decían partidarios del “sin sombrerismo”. ¡Chupate esa mandarina!
Porque la divulgación de los nuevos modos del capitalismo encontraba en las familias proletarias que aspiraban a dejar de serlo su forma de sustentación para así acceder a la clase media. Esto último mi abuelo no lo sabía pero, seguro, lo padecía.
Por aquellos años, fines de los 30, principios de los 40 del siglo XX, sin embargo, la vida era todavía sencilla. Muy sencilla.
Esa sencillez era la impronta impuesta por los modos de vida de los sectores proletarios que en muchos casos se extendían al sindicato y, especialmente, a los partidos políticos. En ese sentido el predominante era el Partido Socialista que hacía lo imposible por acompañar estas aspiraciones que se percibían en varios sectores de la sociedad sin desnaturalizar la esencia de su ideología. Nunca lo logró. El socialismo se nutrió de los sectores mejor posicionados de la clase obrera y la mayor parte de sus dirigentes provinieron de sectores más o menos acomodados.
Mi abuelo estaba alejado de luchas políticas. No sabía de ideologías. Veía con buenos ojos las transformaciones que el Duce llevaba a cabo en Italia recuperando zonas pantanosas y quizá apoyaba la invasión de Etiopía donde numerosos conciudadanos habían instalado colonias, pero con la guerra ya fue otra cosa. Con eso no se jode.
Si el viejo tenía prematuras visiones de la sociedad de consumo mejor no imaginar lo que pensaría de la sociedad actual.
Esta enmarañada sociedad de nuestros días.
03-03-2025